martes 5 de marzo de 2002

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Ese señor era un poblador residente todo el año en una zona de veraneo del Uruguay.

Conversaba con una señora turista y le decía:

aquí hay dos clases de personas, los que se adaptan y los que no se adaptan.

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Era el palo borracho el culpable de esas flores rojas.

(El palo borracho es un árbol más o menos así como cualquier otro árbol, no se puede describir un árbol y que se lo entienda como si se lo viera.
Sólo que se trata de un árbol serio, absolutamente sobrio, pero al que le ha tocado en suerte portar por siempre en estos paisajes un nombre extrañamente ridículo, extraordinario).

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Clausuraron un restaurante.

Le pusieron esos siniestros cartelitos blancos con sellos ovalados del Poder Judicial, pegados en las puertas de acceso.

Los cartelitos decían:
causa: homicidio. hallazgo de restos humanos.

De todo esto, lo que me hace sentir una especie de nota triste, es ver todas las mesas preparadas perfectamente para la próxima comida, que nunca llegará a producirse, y lo único desordenado en un salón donde el tiempo y el abandono todavía no hicieron estragos, es una única botella de C%ca C%la a medio tomar y un vaso con un poquito.

Cuando pienso en esa botella y en ese vaso a medio tomar, pienso en que ha sido un detective el último que estuvo sentado allí, pensando,

y podría haber sido el propio Inspector Morse, llegado desde Oxford esa misma mañana para encargarse del caso, y verlo derivar en una trama extraña, imprevisible, un poco amarga quizás.

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Ese joven concurría por primera vez a una práctica de artes marciales,

y entró al tatami (lugar de práctica) así como venía, con la ropa de la calle.

Ya a los primeros movimientos de la gimnasia previa se le empezaron a desparramar por todo el lugar monedas, billetes, llaves, todo lo que traía en los bolsillos.

Era muy interesante de ver, sin que se rompiera para nada el silencio de toda la escena, y más allá de las miradas entre sorprendidas y divertidas de la gente, cómo este señor, con su cara de confusión, iba recibiendo de todo el mundo, una moneda, una llave, un billete, y así hasta que recuperó todo lo que se le había caído.

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Entró el virus klez.e en la máquina.

Y en un ratito sobreescribió 39 archivos de los más diversos programas, inutilizándolos.

Pero que eran 39 archivos lo supe más de tres horas más tarde, cuando terminé de limpiar el disco.

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Anthony Hopkins en un reportaje de la televisión puso una cara muy divertida y dijo con ánimo de broma estas palabras, que ojalá sean textuales:

A mí me gustaría levantarme a la mañana y ser una máquina zen a la que ninguna cosa le importa nada.

Y me causó mucha gracia su definición de la máquina zen.

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Cuando uno quiere hacer algo realmente novedoso con su vida,
imagina, generalmente con algún acierto, que la más variada gente de su entorno habrá de reaccionar dsfavorablemente o con desagrado ante cualquier cambio.

Sólo algunos años más tarde, uno puede advertir que no hay nadie alrededor de uno que tenga la más mínima posibilidad de afectar nada que uno quisiera verdaderamente hacer, si es que uno lo ha decidido así, y si es que puede sostenerlo con suave persistencia.

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Cuando uno no quiere hacer algo, generalmente resulta suficiente con dejar pasar el tiempo.

No es más difícil que eso.

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Cuando un grupo de manifestantes está verdaderamente decidido a todo, y decidido a causar problemas, sólo tiene que dejarse estar y mantenerse tirado en el piso.

Es mucho más difícil mover a alguien tirado en el piso, que a alguien que está parado sobre sus pies.

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Es mucho más pesado llevar en brazos un niño dormido que a uno despierto.

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Es muy difícil combatir contra alguien que no hace nada.

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Si tienes un elefante agarrado por la pierna, y está intentando escaparse, es mejor que le dejes escapar.

Abraham Lincoln, citado por Ernie J. Zelinski. El placer de no trabajar. Gestión 2000.

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Y yo leí esto último y pensé:

¿qué sentido tendría tener ese elefante agarrado, así se estuviera quieto?