viernes 8 de marzo de 2002

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Ayer leía un libro de Alice Miller, La llave perdida. Editorial Tusquets.

Y esta mujer, que siendo prestigiosa psicoanalista consigue escribir todo un libro sin una sola palabra de la jerga técnica especializada del oficio, dice cosas muy interesantes, y quizás, como todas las cosas muy interesantes, también un poco increíbles.

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Dice: cuánto sufrimiento se podría ahorrar a la humanidad, prestando un poco de atención a los sentimientos de los niños.

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Parece que no tiene nada que ver una cosa tan chica con algo tan grande.
Pero resulta que esta mujer estudia la infancia de Nietzche, de Hitler, de Stalin, y también varias otras.

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Somos un poco niños.
Nunca dejaremos de serlo. Nunca dejemos de serlo.
Si nos recordamos siendo niños, si recordamos nuestro sentimiento de niño como si fuera actual, nunca trataremos a un niño como si fuera un niño, lo trataremos con todo respeto, como trataríamos a una persona.

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Si sentimos que nos trataron bien siendo niños, es una suerte.
Y si sentimos que no fue así, por qué culpar a nadie por las cosas que no tienen solución.
Tratémonos bien ahora, que estamos perfectamente a tiempo para eso, y es algo que está a nuestro alcance.

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Cuando alguien transita sobre esta Tierra un tiempo más o menos prolongado, puede ir midiendo lo correcto o no de su visión, si a medida que va pasando el tiempo, va logrando sentirse aunque sea un poco más feliz, o más a gusto en lo que se es y en lo que se hace, con cierta independencia de las circunstancias.

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Cuando digo un tiempo más o menos prolongado, quiero decir cualquier edad, en realidad, si tenemos en cuenta que en otras épocas, no tan lejanas, los que tenían veinte años eran casi viejos, veteranos sobrevivientes de epidemias y guerras.

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Y cuando digo un poco más feliz, o más a gusto en lo que se es y en lo que se hace, con cierta independencia de las circunstancias, quiero decir que uno a veces piensa que se siente mal, y lo atribuye a problemas que cree que tiene.
Pero yo pensé que si uno pudiera simplemente solucionar como por arte de magia todos los problemas que uno cree que tiene, todos los problemas que admiten solución sobre esta Tierra, todavía le quedarán todos los grandes problemas que no admiten ni admitirán jamás ninguna solución,
que son los verdaderos problemas eternos que tenemos sobre esta Tierra, los problemas de la condición humana.

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Cuando yo cantaba en el coro, cantamos unos números del Requiem de Mozart, obra sublime si las hay.

Y la letra en una parte decía algo como esto:

Señor, como le prometiste a Abraham, devuélvelo de la muerte a la vida.
Y yo me quedaba pensando, que era un completo disparate pedir eso, sin saber siquiera cómo se presentaba la cosa del otro lado, y pedirlo conociendo el panorama que se presenta de este lado. Y tal vez fuera por ese clase de razones, que el Señor viene dando poca satisfacción a esa clase de súplicas, gracias a Dios.

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De modo que quizás podamos ser felices como somos, con quien estamos, donde estamos y con lo que tenemos.

Y usando nuestra capacidad de movernos, cambiar lo que se pueda llegar a cambiar para mejor, si es que hay algo que no nos viene del todo bien en todo ese conjunto.

Aprovechando lo mejor que se nos de, el tiempo que nos dure el espectáculo.

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Yo siempre pienso qué es lo que pasa cuando a veinte litros de purísima leche, se le agrega simplemente un chorrito de orina de esa misma vaca.

Quizás nadie se dé cuenta de eso y quizás todavía se pueda tomar,
pero es indudable que el peso de ese chorrito en la calidad del conjunto no podrá ser ignorado.

Al punto de no poder saberse si estamos hablando de leche o de orina.

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Esto tiene relación con los pequeños actos.

Normalmente no tomamos en cuenta los pequeños actos.

Pero también es posible pensar que la vida está hecha de pequeños actos.

Y que los pequeños actos son los únicos que tenemos a nuestro alcance.

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De modo que si lo tomamos de cierto modo, podemos decir que se suman todos nuestros pequeños actos.

Y entonces, al revés del ejemplo de la vaca, por más mal que uno piense que le va en la vida, o por peor que uno crea que es la sociedad que le tocó en suerte, uno es libre y es responsable de aportar un pequeño acto de calidad, por chico que parezca, y con ese aporte, el conjunto tiene una calidad de otra clase.

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Además, si cada uno de los millones renuncia a aportar calidad pensando en que tal vez el gesto sea chico y no resulte significativo, el resultado será cero.

Y si alguno no renuncia a aportar calidad, el resultado es imposible de prever, pero con seguridad, se apartará de cero.