martes 12 de marzo de 2002

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Cuando escuché por primera vez hablar de mujeres que eran transparentes, no entendí, quizás porque me sonaba demasiado literal.

La segunda vez que escuché entendí el concepto, un poco.

Ayer, cuando la conversación giró un largo rato acerca de la transparencia de las mujeres, creo que lo entendí bastante bien, lo suficiente como para tratar de explicar aproximadamente de qué se trata.

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La cosa sería más o menos así, si es que yo entendí bien.

Parece que las mujeres de más o menos 40 años, 50 o más, conversan entre sí acerca de la muy peculiar sensación de que cumplida cierta edad, es como si la gente viese a través de ellas, como si se volvieran transparentes.

Quieren expresar con eso el sentimiento de que la gente, si tiene que optar entre mirarlas a ellas o mirar a una joven de 20 años, ya saben que no las mirarán a ellas.

Y tienen la sensación, si alguien hace señas, o si llama, de que no puede ser a ellas, por haber comprobado al haberse dado vuelta varias veces infructuosamente, que nunca se refieren a ellas, ni les dicen algo a ellas ni las miran a ellas.

Y al final, miran automáticamente buscando en el entorno a qué persona es a la que en realidad están llamando o haciéndole señas.

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Esto me lleva a hablar de los varones.

De la distinta forma en que miran los varones a lo largo de su vida a las madres que van con su hija por la calle.

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Cuando un hombre se cruza por la calle con una madre y su hija, según la etapa de la vida en que esté ese hombre será distinto lo que mire primero o lo que le interese más.

Primero, mirará a la madre, un poco más grande, mirará a la hija, cuando sea más grande, mirará nuevamente primero a la madre.

Más adelante quizás en otro momento de la vida, mirará; nuevamente a la hija.

Pasada otra cantidad de años, mirará a la madre, y luego, si es que vive lo suficiente para ello, quizás mire con interés a la hija, y se olvide de mirar a la madre, o quizás desista ya de mirar ninguna cosa, finalmente.

Y si todo esto parece confuso, forzosamente tiene que serlo, porque la mente de los varones es una mente confusa.

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En el hecho de sentirse transparente puede haber algo de verdad si se tienen en cuenta ciertos intereses y ciertas miradas.

Porque vamos creciendo, y va cambiando nuestro público.

Pero siempre tenemos un público, me parece a mí,

si es que no nos aferramos a un público en especial.

Lo que no tendremos nunca, porque es imposible, es un público a la medida del público que quisiéramos tener.

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Cuando una persona quiere mantener un público determinado,

puede sentirse invisible,

o puede perder la compostura y mostrarse demasiado llamativamente, para sentir que se puede hacer ver a pesar de todo.

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Eso de sentirse invisible me recuerda lo que sucede cuando los hijos se hacen grandes, y un día le dicen a su madre o a su padre:
¿cómo estás?

y la madre o el padre, que no pueden creerlo,

se dan vuelta para ver si la pregunta es para otro, y como no hay nadie, contestan con otra pregunta:

¿quién, yo?

Y es un momento muy especial, donde cualquier padre toma nota del gran día en que finalmente ese padre ha dejado de ser algo transparente e invisible para ese hijo.

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Decía ese viejo profesor de artes marciales que durante la práctica se producen en el organismo las endorfinas, que funcionan como euforizante natural.

Y recordé que durante la práctica de ayer a la noche sucedió eso, no estaba el ruido de fondo, no estaba el dolor de fondo, y en esa hora y media no había nada más que eso, y operaba el espacio sagrado.

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Hablando de madres que van por la calle con su hija,

lo lindo, lo extraordinario, y lo que demuestra

que las mujeres no son transparentes

ni merecerán serlo,

es que lo primero que se ve en esos casos es cuánto del espíritu de la madre (y de los demás antepasados) vive en esa hija.

También se ve qué cosa del invencible espíritu que se ve en la hija, vive aún intacto en la madre, y vivirá por siempre, tenga la edad que tenga.