martes 20 de agosto de 2002

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Reconocía gran valor a la gente que tenía disposición para la ciencia, aptitud para la ciencia, pero la admiraba cuando en sus comunicaciones con los demás demostraba calidez y profundidad.

Por eso dijo:

admiro a los científicos que piensan.

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Ese hombre dijo:

no me cambiaría con nadie.

Debería ser natural estar conforme con lo que uno es, al punto de desechar la envidia y la emulación.

Pero la verdad es que no resulta tan frecuente.

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Esa mujer dijo:

no tengo nada de qué arrepentirme.

Y esta era la misma idea de antes, hacerse responsable de una vida hecha como salió, como resultado de las propias decisiones, tanto de las libres como de las que resultaron obligatorias, una vida vivida a la propia manera de uno, para bien o para mal.

Lo que tampoco es tan frecuente.

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Él es un hombre brillante, pero no tiene empacho en mostrarse borracho en público, y hasta parece insistir en hacerlo cada vez que aparece socialmente.

Eso no sería un problema, si no fuera que para ser amigo de él uno tendría que mostrarse en público con él.

Y si no causara en uno esa sensación de que estar allí resulta inútil para uno y también para él.

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Eran otros tiempos, tiempos de ascenso en la carrera.

Como parte de sus obligaciones aceptaba las invitaciones de ese gerente mayor y alcohólico a tomar whisky después de pasar todo su día en la oficina.

Y como parte de sus obligaciones asumía también el llevar a ese hombre mayor, no ya gerente, porque ya había bebido más de lo que podía procesar, y dejarlo en la puerta de la casa, bien lejos de la propia casa adonde debía llegar después.

Obrar en servicio inútil a otro y a uno mismo, y ponerse en peligro a sí mismo y a los demás manejando habiendo tomado un poco de más, le ayudó, muchos años después, para comprender que nada que uno pueda hacer por el otro puede servir para algo si el otro no se está ayudando aunque sea un poco, también.

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Y que muchas veces lo mejor es negarse de entrada a convivir en situaciones que impiden la convivencia.