sábado 23 de marzo de 2002

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Ingmar Bergman, La linterna mágica. Memorias. Tusquets.

Hace unos años fui a ver a un amigo que se estaba muriendo de cáncer, la enfermedad lo corroía, lo había convertido en un gnomo encogido con ojos grandes y enormes dientes amarillos. Estaba tumbado de lado, acoplado a diversos aparatos, tenía la mano izquierda pegada a la cara y movía los dedos. Me dirigió una sonrisa espantosa y dijo: «Mira, aún puedo mover los dedos, siempre es una distracción».

La batalla en todo caso está perdida, no se podría esperar otra cosa, aunque yo viví con la falsa ilusión de que Bergman seguiría intacto eternamente: «¿No hay reglas especiales para los cómicos?», pregunta el actor Skat en el Séptimo Sello, agarrándose desesperadamente a la copa del Arbol de la Vida. «No, no hay reglas especiales para actores», dice la Muerte aplicando la sierra al tronco.

Yo me emborraché, y pronuncié un disparatado discurso en el que, en términos confusos, sostenía que nosotros, la gente de teatro, vivíamos en la mano abierta de Dios y que estábamos especialmente elegidos para sobrellevar dolor y alegría.

Me paré en la silenciosa calle, y estuve así, inmóvil unos minutos repitiendo para mis adentros: «Joder, qué talento, creo que soy un genio». Fue un arrebato que me dió vértigo y calor. En medio de mi desgracia tenía una confianza en mí mismo considerable, una columna de acero a través de las desoladas ruinas del alma.

Ingmar Bergman, La linterna mágica. Memorias. Tusquets.

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Se dice de la persona que ejerce hoy la presidencia en la Argentina, que es un hombre bajo.

No se si será por eso, o si se trata de una involuntaria coincidencia, pero lo cierto es que un partido político pegó en las calles unos carteles con el siguiente título:

Duhalde (el presidente) no tiene estatura para enfrentar la crisis.

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Lo bueno de escribir cada día en un sitio como éste, es que cuando uno se empieza a arrepentir de lo que puso ayer, ya es tiempo de sacar todo y poner lo de hoy.

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A ese vecino nadie lo saludaba porque él no saludaba a nadie.

Un día, uno de esos vecinos pensó que sí lo saludaría y tuvo la paciencia de saludarlo todos los días sin esperar ninguna respuesta, y así muchísimas veces.

Se sorprendió de verdad cuando el otro empezó un día a contestarle sus saludos, cuando hacía largo tiempo que se había hecho a la idea de considerarlo un caso absolutamente perdido.

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Cuando nos quejamos de la indiferencia que reina entre los habitantes de las grandes ciudades, olvidamos que es esa misma indiferencia la que muchas veces nos da la tranquilidad suficiente para hacer y vivir nuestra propia vida.

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Es una extraña sensación cuando una persona mira a través de uno y no lo ve.

Puede ser a propósito o no, creo que la sensación es la misma.

Se aprecia que el desasosiego de sentir que el otro mira a través de uno tendrá que ver con el entrenamiento que tenemos de sentirnos otro, de ser alguien sobre esta tierra, en suma, una vana pretensión, como se ve.

O mejor dicho, ser alguien,

una vana pretensión que se ve cuando no te ven.

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La mujer, empleada de la casa, cuidaba a la niña de corta de edad en ausencia de sus padres, y sin que nadie se lo pidiera, y por su propia cuenta, trataba además, de explicarle a la niña los milagros de la religión.

Por fortuna esa niña estaba más allá de eso, porque le decía a la empleada que estaba equivocada, porque ella había visto perfectamente cuando en la televisión mostraban que los milagros de las películas,

eran en realidad efectos especiales.

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La gente que te dice que hará algo y que tantas veces ha dejado sus promesas sin cumplir, de modo que ya nadie les cree, te deja pensando.

Es gente que no se anima a decirte que no, y te dice que sí, pero es como si te estuviera diciendo que no, porque al final es no.

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Las alarmas de los autos empiezan a sonar en cualquier momento, con causa o sin ella, cerca o lejos, a cualquier hora, y a veces pareciera que van a sonar para siempre.

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Las sirenas de las ambulancias, de la policía, de los bomberos, impresionan especialmente, cuando en vez de escucharlas acercarse y alejarse, se las escucha acercarse y parar bien cerca de donde está uno.

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En las películas de detectives hacen referencias a las coartadas.

Coartadas son esas explicaciones satisfactorias que dan los sospechosos, cuando indican y prueban que a la hora del delito se encontraban en otro sitio, lo que demuestra que ellos no pueden ser acusados como autores del mismo.

Y yo digo que todo es cuestión de construirse una coartada. Que nadie lo hará por nosotros, que es un trabajo que nos toca, y que tarde o temprano debemos asumir y hacer.

Estos tiempos en los que no se termina de saber qué pasa, son tiempos en los que lo que se sabe no nos conforma, y gran parte del problema es que la crisis toca la autoestima, es decir, afecta la calidad de la propia imagen que cada uno tiene de sí mismo.

Entonces sucede que uno no sabe quién es. Y cuando cree que lo sabe, lo identifica con una ocupación insatisfactoria, una edad, una salud o un estado civil, y no le gusta. O se identifica con la imagen de un pasado perdido, o con carencias, o desocupación, o con otras muy variadas formas no agradables como imagen.

A mí me parece que es posible, gratuitamente, jugar a hacer lo que más le gustaría a uno, fabricarse el tiempo necesario, empezar a hacerlo y seguir haciéndolo.

Si uno puede sostener eso, yo digo que esa persona ya tiene su coartada.

Uno se queda más tranquilo cuando tiene una coartada.

Y hasta es posible, casi siempre ocurre así, que quienes están alrededor crean en ella y respeten más nuestro tiempo.

La coartada puede consistir en cosas tan absurdas como anotarse en la facultad, o en un curso, o gerenciar (¿suena importante?) un sitio como éste. Obviamente no puede ser recreación pura, aunque a uno le divierta. Tiene que aparentar ser una ocupación seria y respetable, o que uno pueda hacerla respetable con su dedicación y empeño.

Con la coartada se logra tener una ocupación, como uno supone que tiene todo el mundo, y evitar el stress de suponer que los demás piensan que uno es el único que no hace nada, o que hace solamente las diarias cosas que carecen de valor, siendo tan importante hacer como si uno estuviera haciendo algo, aunque casi siempre sea inútil, en más de un sentido.

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Pero no debería ser imprescindible en realidad hacerse una coartada, aunque en ciertas épocas sea aconsejable, viable, cómodo o necesario.

De hecho mucha gente se la pasa sin coartada, porque hay muy buenas razones para considerar que los demás, en definitiva, no deberían contar para nada en las decisiones que hacen a la construcción del dibujo de la propia vida.

Pero el tema de los otros tiene lo suyo, y quizás tratar ese asunto pueda quedar para otra oportunidad.