viernes 29 de marzo de 2002

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Es para mí como ver un texto en letras rusas, y no comprender qué es lo que dice.

Es así como yo veo las letras chicas de las etiquetas de algunos envases que hay en el baño.

Y en vez de pensar que debo usar anteojos, juro que mi primer pensamiento fue, ¡qué lindo!, ¡es como estar de viaje en el extranjero!

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Esto de ver cada vez menos las cosas que antes veía bien es algo que viene desde hace tiempo.

Y no es que no tenga anteojos, es que los tengo y no los uso porque no quiero.

Porque cuando uso anteojos veo bien, pero cuando me los saco siento que disminuye mi visión sin anteojos.

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Una persona le dijo que si alguien logra expresar algo sobre las cosas de todos los días apreciando en ellas los sentimientos y situaciones permanentes del ser humano, entonces lo que logre expresar será un clásico.

Y dijo que si lo que capta esa persona son los sentimientos y emociones permanentes en el tiempo, pero de un pueblo determinado, entonces eso será folklore.

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Hablando de folklore, debo decir aquí que mi hermana me recordó que mi padre decía de mí cuando era chico, y no he mejorado para nada en ese aspecto, que yo era como un gólem, y ya explicaré el significado de eso.

Mi padre decía que el gólem del pueblo era obediente, pero cuando le pedían que cerrara una ventana, el gólem no paraba hasta que cerraba todas las ventanas del pueblo.

El gólem parece ser en algunas tradiciones europeas un autómata, un mecanismo confeccionado de alguna materia inanimada, al que se infundía una suerte de vida mediante la expresión de unas palabras mágicas, si es que no entendí mal.

Cuando uno busca en Internet la palabra golem recibe noticias muy diversas e inquietantes, pero nos queda una idea bastante clara,

todo eso remite a los robots que existieron antes de que existiesen los robots.

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Y bastante razón tendría mi padre, pues no contento con escribir un mensaje de vez en cuando, pongo aquí un largo mensaje cada día, que sería como ir cerrando, una por una, y todos los días, todas las ventanas de ese pueblo.

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Vivir sin el padre es posible. Es inevitable, es necesario. Sea porque esté en otro lugar, o porque esté en otro tiempo.

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Y uno, cuando no ha aprendido todavía a ser su propio padre, quizás deba salir a ese mundo y arreglarse como pueda para ser padre de otros.

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Si por un momento cada uno de nosotros pudiera ver la ignorancia, la inseguridad y al mismo tiempo la inconsciente valentía que hay en el padre, creo que hubiéramos pensado con todo amor, pero con cierta perpleja preocupación:

¡pero si este tipo está tan confundido como yo!