30.12.2020

Crónica del discurso, con detalles circunstanciales afortunados y calificaciones desafortunadas del cronista.

Al final, enlace al texto completo del discurso.

Emmanuel Carrère; Yo estoy vivo, vosotros estáis muertos. Philip K. Dick 1928 – 1982 Traducción de Marcelo Tombetta – Minotauro

(…) Cruzó el Atlántico casi convencido de ir al encuentro de un triunfo. Un triunfo que, si su discurso era comprendido, es decir,creído, nada tendría que ver con el mero éxito literario. Su palabra sería reconocida como una revelación que habría de cambiarle la vida a la gente. Multitudes cada vez más numerosas se agolparían a escucharlo, puesto que se vería obligado a pronunciar otras conferencias. (…) saldría en la portada deTime Magazine como «el hombre del año», e incluso ese mismo epíteto sonaría irrisorio y conmovedor un día, como las reacciones de nuestros ancestros ante ciertos acontecimientos cuya importancia no habían sabido valorar. Se convertiría en el Cristóbal Colón de los mundos paralelos. Una nueva era, se habría sabido más tarde, había empezado el 24 de septiembre de 1977. Al imaginar a sus lectores franceses como un ejército de discípulos virtuales, prontos a la conversión, se equivocaba. Era esperado con impaciencia, sin duda, pero por progres del 68 que se habían criado con Charlie Hebdo y que admiraban en él el tipo abyecto que ahora se jactaba de ya no ser: Dick el paranoico, el drogata, el progre, Dick el incorregible. Atraído por los rumores acerca de los«problemas personales» que explicaban el largo silencio creativo del ídolo, el público de Metz imaginaba ver bajar del avión a un hombre acabado y resentido, consumido por la droga; en cambio, sintió la misma decepción que un cronista de rock al escuchar a su estrella anticonformista preferida hacer un elogio, botella de agua mineral en mano, de la vida familiar y el pensamiento positivo. Dick no sólo se encontraba bien, sino que incluso tenía muy buen aspecto. Reía, miraba a las chicas y comía por cuatro, visiblemente encantado con el interés que despertaba, de estar en Francia y de haber tomado el avión. La primera noche su vecino de mesa lo interrogó con aires de entendido sobre todas esas pastillas que alineaba junto al plato, pero fue tal la convicción con la que Dick respondió que eran para el dolor de estómago, que hubo que aceptar que eran de veras para el dolor de estómago. Al día siguiente, los espectadores reunidos en la sala de congresos del hotel Sofitel para escuchar su discurso, lo encontraron, desde su llegada, mucho menos distendido. La enorme cruz que descansaba sobre su pecho enmarañado, claramente expuesta debajo de la camisa desabotonada, sorprendió y perturbó como una señal cuya presencia no podía pasar inadvertida pero cuyo sentido nadie entendió: no podía tratarse de una profesión de fe cristiana, la sola idea habría hecho reír a todo el mundo; quedaba la posibilidad de imaginar una intención de escarnio, una parodia del folclore vampiresco quizá, pero en ese caso faltaban los dientes de ajo. Hubo, pues, cierta perplejidad, mientras Dick por su parte sudaba de angustia. Joan, furiosa por el cortejo insistente que le había hecho a una joven periodista en su presencia, se había quedado en la habitación con la cara larga. Se sentía solo, (…) y cada vez menos convencido de lo que iba a decir. La sala terminaba de llenarse en medio de los rumores, las sillas crujían y los flashes crepitaban. Cuando lo probaron, el micrófono se comportó como un contador Geiger que se había vuelto loco. Para arreglarlo y disminuir la estridencia, pidieron a Dick que dijera algo, lo que quisiera. Sintiendo sobre él el peso de los ojos cercados de metal de los delgados y sarcásticos barbudos que, vestidos con montgomeries o chaquetas militares, ocupaban la primera fila,declamó con voz trémula el versículo de san Pablo que exhorta al que debe anunciar la Palabra a no preocuparse: el Espíritu se encarga de todo. Nadie, por suerte, lo entendió, pero Dick se dio cuenta de que ya no confiaba en la promesa del apóstol. Sentía el pánico terriblemente lúcido de un hombre que, borracho, ha hecho una apuesta absurda y que al desembriagarse, viéndose entre la espada y la pared, comprende que no tiene salida, que ya no le queda otra posibilidad sino la de hacer el ridículo hasta el fin de sus días. Para no levantarse y salir corriendo, rápidamente, sin esperar la señal, se puso a leer su discurso. Los que lo escucharon recuerdan una voz apagada, metálica,muy diferente de la del truculento invitado de la víspera; muchos pensaron que éste, conforme a la lógica de sus obras, había sido sustituido por un simulacro mal programado que en cualquier momento un cortocircuito podía prender fuego en el estrado y hacerlo detonar junto a todos los que lo rodeaban. El discurso arrancó con algunas consideraciones harto banales sobre la emergencia de las nuevas ideas, su evidencia retrospectiva y la clásica diferencia entre invención y descubrimiento. Dick se declaró persuadido de que nunca inventamos nada: sólo descubrimos verdades que esperaban salir a la luz y que más bien encuentran a su «inventor» en lugar de que éste las encuentre. El público encontraba crispado al orador y las interrupciones del intérprete molestas, pero no veía nada de extraño en esas declaraciones que parecían ser comentarios de la novela. La alusión al Reino de los cielos aguzó los oídos de aquellos a los que la presencia de la cruz había perturbado, pero la alerta pasó: un crítico culto se inclinó hacia su vecino para citarle con una sonrisa sagaz la fórmula de Borges sobre la teología considerada como una de las ramas de la literatura fantástica. De hecho, Dick se lanzó a un confuso discurso teológico, describiendo la partida de ajedrez que enfrenta al Programador con el Adversario y los cambios que cada movimiento provoca en la configuración de la realidad. Aquello duró una buena media hora. Hubiese podido ponerse a declamar la guía telefónica sin que buena parte de la asistencia se diera cuenta. Sin embargo, los espectadores más atentos empezaron a sentir un cierto malestar: un poco como los pasajeros de un tren a los que cierto rumor extraño, como un traqueteo que no parece inquietar a los demás, les hace presentir un accidente; tratan de convencerse de que no es así, de que el nerviosismo les está jugando una mala pasada, de que son ruidos normales, pero, de pronto, como nacida de sus angustias, la terrible sacudida se produce, seguida por el estampido final. Lo que temían acaba de suceder: el tren ha descarrilado. Dick carraspeó, juntó las hojas y retomó el discurso con una voz que de repente se hizo más fuerte: (…) Se equivocaba. Apenas bajó del estrado pudo comprobar la magnitud del daño. El intérprete, abrumado, había dejado de traducir, pero el público de habla inglesa resumía el objeto del escándalo a sus vecinos: ¡Dick no sólo estaba loco sino que además se había vuelto beato! La admiración que lo rodeaba se transformó en malestar. La gente lo miraba como a un bicho raro. Ya no sabían cómo dirigirse a él. Hasta el final de su estancia, que acortó, se hicieron grandes esfuerzos para conjurar el malestar y preservar la alegre camaradería de una manifestación en la que todo el mundo tenía que sentirse a gusto. Tímidamente, aunque de forma masiva, se decidió que se trataba de una mistificación. Al igual que Orson Welles,que había aterrado a los Estados Unidos adaptando para la radio La guerra de los mundos, Dick había puesto a prueba con su público el argumento de una novela y, para que aquello resultara más convincente, aseguraba creer en esas extravagancias. Al ver que ésa era la versión oficial que acabó por imponerse, el interesado consideró diplomático adherirse a ella y afrontar a la gente en los ascensores del hotel con estridentes carcajadas a lo Falstaff, insistentes guiños de ojo y elefantiásicos «¡Jo, los embauqué!». Si estuviese escribiendo una novela, diría que aquel fracaso fue una catástrofe para él, que hubiese preferido que lo lapidaran en lugar de que lo escucharan en medio de aquella incomprensión burlona y que al regresar a California decidió acostarse y dejarse morir. Sería dramáticamente satisfactorio, pero las cosas no ocurrieron así. Dick poseía una increíble capacidad de adaptación: cuando uno de esos libretos que él aplicaba a la realidad fallaba, utilizaba otro y ya está. Fat adoptó el perfil bajo del jugador que ha intentado una gran jugada y ha perdido, Phil la discreción irritante del tipo que se abstiene de decir: «¡Yo te lo había dicho!», y Dick cruzó el océano como un turista encantado con su viaje, contento de haber sido tratado como un VIP y que lamentaba por supuesto que un malentendido hubiese estropeado su discurso, aunque más o menos como quien lamenta haber pedido en un buen restaurante el único plato que no deseaba por ignorancia del idioma: desventura más bien cómica, de esas que dejan mejores recuerdos que un programa respetado al pie de la letra. —No deja de ser curioso —le dijo a Joan—. Todos se han hecho esta pregunta secundaria: ¿creía yo o no en lo que les estaba contando? Y nadie, ni siquiera uno, se hizo la pregunta principal: ¿es verdad? De todas las mujeres que tuvo, Joan fue la única con la que supo romper sin dramas. Es más, ni siquiera rompieron. La distancia entre Sonoma y Santa Ana bastó para justificar el distanciamiento de una relación que siguió siendo afectuosa: pensaban en ella con nostalgia, como esos maravillosos encuentros que suelen hacerse durante un viaje y de los que el viaje es la condición esencial.

Emmanuel Carrère; Yo estoy vivo, vosotros estáis muertos. Philip K. Dick 1928 – 1982 Traducción de Marcelo Tombetta – Minotauro

Enlace directo al texto completo del discurso: