jueves 16 de enero de 2003

*
horas ridículas son las que dan en el teléfono cuando uno pregunta la hora, siempre son las siete y diecisiete, con segundos y todo, nunca las siete y diez o las siete y veinte; esa exactitud ridícula tienen los horarios de los trenes, pero esa exactitud la tienen los trenes solamente en los horarios, nunca en los trenes
*
Cualquier vocación que se precie, cualquiera, no deja de ser en cierto modo una disociación;
sería algo que se aparta de la conducta esperada, algo que para uno es imprescindible en los hechos, y aunque no se viva como tal, es algo que tiene la fuerza para imponerse por sobre las infinitas posibilidades de hacer y de no hacer que tiene cada día, y se consigue un lugar dentro de cada día;
eventualmente la permanencia en ese hacer da una cierta comodidad en eso que se hace, una cierta maestría o tranquilidad de que están saliendo las cosas más o menos bien;
después de eso hay un tiempo en que se observa con perplejidad que lo aprendido no sirve de mucho, que es como si no se hubiera aprendido casi nada, porque cambiaron las condiciones de afuera, o porque la mirada ya nunca será la misma, por algo o por mucho de lo que pasó;
eso no es tan malo como parece, sólo es inevitable