martes 25 de junio de 2002

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Alguien había pintado en la calle, en una pared de una casa:

amebas en la sopa.

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Tomar el último subterráneo de la noche no parece nada extraordinario.

Pero si a uno le ha ocurrido alguna vez perderlo, en otra oportunidad al subir a ése, prestará atención a una expresión de urgencia y gravedad que se puede observar en el rostro de alguno de los que llegan a último momento, y una absurda expresión de sufrir algo irreparable en la cara de uno que lo pierde.

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Los grupos de mendigos del subterráneo también toman ese último tren.

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Cuando uno alguna vez ha tenido esos once años de edad, cree adivinar perfectamente lo que está pensando ese hijo de once años acerca de su padre, como si lo estuviera viendo.

Piensa que su padre se está equivocando en algo, que hizo las cosas mal en algún momento, en que quizás le falte suerte, habilidad, carácter o alguna misteriosa cualidad para triunfar en la vida que ya descubrirá más adelante cuál es, con seguridad.

Porque él no será como su padre, él hará cada cosa como deba hacerse para que todo salga bien.

Después de todo, no debería ser tan difícil hacer todas las cosas bien para alguien tan inteligente como uno.

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Un día donde sorprendentemente todo sale de maravillas conmueve el ánimo enormemente.

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La conmoción trae leve malestar y costará un poco recuperar el equilibrio, y es interesante arreglarse para publicar en este contexto y en cualquier otro contexto.