domingo 3 de febrero de 2002

*

La confusión es clarísima.

Hace unos años, una gente pintaba esto por toda la ciudad de Buenos Aires, y ya no lo hace más. No sé qué es lo que estarán pensando ahora.

*

Algunas vidas son furia permanente en un clima de amabilidad.

*

Nos parece que allá afuera hay una cosa que se llama el universo.

*

Alguna gente pensó que si la persona se pudiera salir del centro de la escena, entonces quizás sería capaz de tener una percepción de lo que sea que esté pasando allí afuera.
Y yo pienso que prestar atención a nosotros mismos, en definitiva, es la única posibilidad que tenemos de tomar contacto con el universo. Porque nosotros somos el universo, nunca podríamos ser algo distinto.
El problema que tenemos para percibir eso es que siempre estamos buscando lo extraordinario, lo diferente, lo que contrasta con el campo circundante, porque nuestra percepción está entrenada y funciona de esa manera.
Pero en este asunto, lo que tenemos que investigar es lo obvio, cosas que nunca nos llamarán la atención porque siempre han sido así para nosotros.
Y yo digo, pero no por eso dejarán de ser extraordinarias.

*

No hay persona más imperativa y colérica que aquella que se debate en sentimientos de inferioridad e impotencia.

*

Era un hombre que tenía todas las posibilidades de tomar decisiones, y no dependía de nadie para hacerlo. Hubiera podido resolver las cosas a su exclusivo criterio sin escuchar a nadie y prescindir de sus empleados por su sola decisión, en cualquier momento, con causa válida o sin ella. Y no he visto persona más capacitada para usar todo ese poder.
Contrariamente a lo que podría pensarse, o debido a que tenía todo ese poder disponible, no lo usaba salvo raras y muy recordadas ocasiones.
Para resolver algo, siempre escuchaba puntualmente todas y cada una de las opiniones que se le pudieran dar, y las razones que las apoyaban.
Y algunas de esas opiniones, lo juro, eran redondamente inútiles, lamentables, uno podría llorar de la risa al oírlas, o eran interesadas, o de mala fe, pero las escuchaba hasta el final, con toda la paciencia del mundo.
Aunque después decidiera conforme su propia opinión, que a veces exponía en todo, o en parte, o a veces decidía sin dar una explicación.
Y cuando pedía algo y no se cumplía, que era lo más común, volvía a pedirlo tal cual, con el mismo tono amable y considerado, cada vez, todas las veces que fuera necesario, aunque fuera por décima vez.
Y jamás olvidaba algo que había pedido.
Y cuando alguien cometía un error, decía: nos equivocamos en esto.