viernes 15 de febrero de 2002

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Mi madre es una persona sumamente insistente. Y en medio de necesidades de lo más imperiosas, pone su atención en detalles que a cualquier otra persona pudieran parecerles insignificantes. También es muy estable en sus preferencias, lo cual, unido a su insistencia, la hace verdaderamente temible.
El caso es que cambió el año, y ella empezó a decirnos a todos (y con eso quiero decir a TODOS), que se había quedado sin almanaque de pared.
Y por esas cosas de la vida, que la situación cambió para peor en el país, que había muchas otras cosas imprescindibles o más importantes para llevarle, o debido a que simplemente ninguno de nosotros tenía ganas de sucumbir a pedidos frívolos una vez más, o no sé porqué causa, nadie le llevaba ese bendito almanaque de pared, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo.
Le llevábamos sucedáneos, como esos calendarios tamaño tarjeta de crédito, pero no era lo mismo, ella quería su almanaque de pared.
Y así estábamos promediando enero pensando que lo habíamos logrado, dejar a nuestra madre sin su almanaque, cuando advertí qué enorme poder maneja mi madre, mal que nos pese a todos nosotros.
Porque estando así las cosas, le llega inexplicablemente a su propia casa, sorprendentemente desde Australia, un enorme sobre dirigido a mí, enviado por un amigo mío, con una tarjeta más bien extraordinaria, y además… inexplicablemente,
un almanaque de pared con paisajes australianos que, para qué decirlo, le encantó a mi madre.

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La ambigüedad del idioma es una de las cosas más peligrosas, más útiles, más filosas, más divertidas.
Me gusta decir de alguien, o de una obra, por ejemplo, que es inmejorable.

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Y la crisis golpea fuerte a las empresas, sumado eso a la idiosincracia del capitalismo local, que hace que los empleados financien buenamente todo lo que haga falta, hasta cobrar sus sueldos algún día, si es que los cobran.
Escuché una cosa muy interesante de un hombre que había conseguido resolver usando su inteligencia, un problema crónico que tenía con sus patrones, que adeudaban meses enteros de sueldos a sus empleados, y eran bien impermeables a los reclamos de pago.
Pero este hombre conseguía cobrar, porque, en lugar de reclamar que le pagasen lo adeudado, había descubierto que tenía que rogar…
…que le adelantaran el sueldo…

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Este es un mundo bastante sólido, según parece, y aunque haya gente que se empeñe en creer en los ángeles, no resulta nada fácil andar por la vida creyendo en ellos mientras todos te miran como si estuvieras mal de la cabeza.
Pero a pesar de todo eso, voy a contar dos historias de señoras mayores, que sí creen. Allá ellas.

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El hombre tenía ganas de probar nuevas empresas y estaba interesado en un local vacío que se encontraba justo enfrente de su oficina.
Llamó al teléfono que decía el cartel, y lo atendió un señor muy amable, que sorprendentemente, le preguntó para qué quería alquilar el local, y luego, le preguntó desde dónde llamaba, porque él estaba contestando el llamado desde una oficina que estaba justo sobre el local en alquiler.
Cuando el interesado le dijo que estaba enfrente, la voz le pidió que agitara el brazo, y allí le dijo, sí, te veo, de camisa azul, y pasó a detallarle todos los inconvenientes que tenía la empresa que pensaba encarar, en lugar de tratar de alquilarle el local, que era lo que se suponía que haría alguien que había puesto ese cartel.
Un poco confuso por el incidente, y sin saber qué pensar, el hombre regresó a su casa y a la hora de la cena contó lo sucedido.
Su abuela, tranquilamente dijo: yo le pedí hoy a mi ángel de la guarda que ayudara al tuyo.
El hombre no supo qué pensar, pero tampoco supo explicarse porqué, estando enfrente, y siendo que el otro lo veía todo el tiempo, lo suficiente para describirlo, él no había alcanzado a ver a nadie, durante todo el tiempo que duró la conversación.

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Eran más o menos las nueve de una noche cerrada de invierno, y yo me dirigía a una entrevista muy importante rogando tener suerte y poder conseguir algún trabajo, y en medio de esos pensamientos, veo una señora de como unos ochenta años bastante maltrecha, disponiéndose a cruzar una de las avenidas más peligrosas por el tránsito rápido y la pésima iluminación, unido a que el manejo en esta ciudad es muy lamentable, y a la circunstancia de que esa señora se disponía a cruzar de cualquier manera y por cualquier parte.
Yo me dirigía hacia mi cita, pero ví algo raro y me volví, y le ofrecí a esa señora acompañarla a cruzar los cien metros de ancho de esa avenida. Y mientras cruzábamos, me contó largamente cómo se había equivocado al tomar el transporte público, que lo había tomado hacia el otro lado, que por eso ahora tenía que cruzar, y que había ido a misa, y me dijo otras cosas más que no vienen al caso.
Como ella me dijo lo de la misa, cuando la dejé a salvo del otro lado de la avenida, le dije a modo de despedida, adiós señora, Dios la va a ayudar.
Y la señora lo más tranquila, me contestó: Dios ya me ayudó, usted es el ángel.
Y yo, que no me he sentido ángel para nada en toda mi vida, ni creo que llegue a serlo al ritmo que llevamos, pensé, un poco impersonalmente, que podría ser que sin quererlo y sin saberlo, nos tocase trabajar de vez en cuando, quizás por inspiración divina, o quizás no, como ángeles a tiempo parcial.