domingo 17 de febrero de 2002

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Cuando conocí a ese hombre yo era bastante más joven que ahora y nunca antes había conocido a un experto. Y descubrí para mi sorpresa que un experto era alguien que no tenía que hacer nada, que no se sentía obligado a demostrar nada,
que era respetado simplemente por las ideas que podía dar, si es que consideraba acertado darlas, y que, básicamente, no estaba clavado una cantidad increíble de horas en un escritorio como el resto de los mortales.

Y otra cosa que aprendí de este hombre fue cuando tenía que hacer un informe muy complicado y lo consulté, explicándole que me consideraba en una situación sin salida,
dado que pusiera lo que pusiera, si aconsejaba como conclusión una acción tanto positiva como negativa, las consecuencias serían siempre desastrosas.
Y el hombre escuchó todo el informe atentamente y al final, se limitó a decirme con toda tranquilidad y con su mejor sonrisa:
siempre está la tercera posibilidad, que es no hacer nada.
De donde supe que no hacer, desde el punto de vista estrictamente técnico, podía transformarse en una poderosa forma de hacer,
y que conocer eso podía ser la clave para sobrevivir en un mundo bien difícil, como pude comprobar después, y no solamente una vez.

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Unos pocos años más tarde que eso, yo tenía un área a mi cargo en una empresa y otro señor tenía a su cargo otra área formalmente equivalente, pero todos allí sabíamos perfectamente, por razones que no daré aquí, y que nadie podrá imaginar ahora por más que se esfuerce, que su peso e importancia dentro y fuera de la organización eran, por decir algo bastante moderado, cien veces superior a los que podía tener yo.
Pues bien, este hombre, quizás motivado por esa desproporció sideral, y también por su abogada (y según se sospechaba, ella podía ser algo más que su abogada), o para impresionarla con algo sencillo de hacer para él, ingresó con ella al piso, y se dirigió resueltamente hacia mi despacho diciendo en voz alta que venía a llevarse el escritorio donde yo estaba sentado, por no sé que temas de inventario.
Y lo decía tan fuerte, que yo podía escucharlo perfectamente todo el tiempo, pese a la gran distancia, mientras se iba acercando.
Aunque para decir la verdad ese escritorio me importaba bien poco, por no decir nada,
lo cierto es que no podía dárselo, por cuestiones de autoridad, y tampoco podía negárselo, por la clase de personaje que era este hombre.
Entonces fue que recordé un comentario que había escuchado antes de todo eso, y cuando este hombre llegó y entró triunfalmente en mi despacho, rodeado de toda la gente que se había juntado para ver sangre (la mía), y antes de que él pudiera decirme nada, le pregunté:
¿así que a usted le gustan los trenes eléctricos?
Y el hombre se puso a hablar y a contar las maravillas que hacían sus trenes eléctricos, describiendo largamente el tendido de las vías y demás equipamiento, con una pasión que no se puede comprender si no se comparte ese hobby, al punto de no percatarse de que muy pocos minutos después de eso yo había salido del despacho, dejándolo con su relato y rodeado por el defraudado público que lo había seguido para ver la carnicería, que por suerte para mí, no se produjo.
Y creo que el escritorio ese debe estar allí, todavía.

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Puede ser exasperante para una persona de temperamento activo, pero es interesante conocer a maestros en el arte de no hacer, que por simple omisión logran deshacerse de muchos problemas de los cuales deberían haberse encargado por su función en la empresa, problemas que desaparecen con el simple recurso de dejarlos estar.
Por supuesto que todo el mundo sabe que la tendencia de los problemas es a empeorar, aún haciendo todo lo que humanamente se puede para resolverlos, y más todavía empeorarán casi seguro si se los deja librados a su suerte,
pero también debe tenerse en cuenta que muchas veces cuando un problema empeora lo suficiente, puede pasar a ser un problema de otros o entrar tangencialemente en la esfera de otros responsables que lo tomen a su cargo, o simplemente ocurrirá que al agravarse la cosa habrá más responsables, lo que hará que ninguno de ellos se sienta responsable de nada, y esto es lo que piensan y aprovechan acertadamente estos sabios maestros de la inactividad y expertos en quitarle el cuerpo a los problemas.

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Hablando de expertos y de asesores,`habría que decir alguna vez en la vida que lo principal para ser asesor y experto, como en cualquier profesión que se precie, es declararse tal con absoluta convicción, para lo cual debemos recordar lo que decía el libro que publicó Las Leyes de Murphy y sus corolarios:
Si usted estuvo 15 minutos sentado en ese escritorio, ¡lo felicito!, ¡es un experto!
Y lo segundo que se debe atender es a la cara que se pone, que por supuesto nunca será de pánico, por peor que se presente la cosa, sino la típica cara que dará a entender a todo el mundo que todo está bajo absoluto control.
Después de todo, como bien dice allí,
"Siempre que te pregunten si puedes hacer un trabajo, contesta que sí y ponte en seguida a aprender cómo se hace."

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Y por supuesto que todo el mundo hace lo mismo, aunque lo nieguen jurando por su propia madre.
Si alguno duda acerca de esto que yo digo, le sugiero encender con riesgo de su vida el televisor a la hora de las noticias y tomarse unos minutos para mirar las caras de los personajes del país que sea, no importa cuál.
Recomiendo especialmente anular el sonido para no caer en la hipnosis, y tratar solamente de mirar todas esas caras recordando esto que hemos leído aquí, teniendo presente no exponerse a las noticias más allá de los cinco minutos, por ser perjudicial para la salud, peor que fumar.

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A veces no hacer nada es un buen recurso para actuar, a veces es una imposición de las circunstancias, pero básicamente tiene potencial, aunque no parezca, porque puede aprovecharse para tomar impulso, para madurar algo, y para muchas otras cosas,
que quizás podamos mirar en otro momento, porque me parece que yo, ahora,
no haría más nada.