lunes 8 de julio de 2002

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Esa mujer, ya anciana, sorprendió a su hija con esta declaración:

yo hace rato que renuncié a reconocerme en el espejo.

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En ese comercio, por alguna razón difícil de entender, omitieron colocar un cartel que avisara que la puerta era corrediza. El cartel, en cambio, fue redactado de esta manera:

1. Fíjese si esto le parece una puerta. 2. Es correcto. 3. Es corrediza.

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Ese hombre, muchos años después contó esto.

Y se asombraba del asombro de los otros cuando oían lo que él les contaba, que él se sentaba entonces enfrente del psicoanalista en su escritorio, y el psicoanalista se dormía cada vez, mientras él le contaba alguna cosa.

Y cuando se despertaba, cada vez alzaba la ceja izquierda, con una sonrisa que podía significar, estoy despierto, soy inteligente, no me perdí nada, soy astuto, y miles de cosas más.

Pero eso no era lo peor. Lo peor era, incomprensiblemente, el dilema moral que tenía entonces, que también era absurdo, tanto como la situación, porque en vez de pensar en irse a otra parte, el hombre, mientras el psicoanalista dormía plácidamente frente a él, no sabía si callarse abruptamente, porque temía despertarlo con eso, o si debía continuar hablando para nadie.

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Cuando le preguntaron porqué no había ido a ver preventivamente al médico por ese fuerte golpe en la nariz, él dijo que fue porque había pensado en que era porque las artes marciales nunca lo habían puesto al borde de la muerte, y en cambio la medicina sí.