jueves 28 de febrero de 2002

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Estábamos viendo en la tele al Inspector Morse tratando de determinar cómo una joven podía haber sido envenenada, cuando llamó mi madre por teléfono en lo mejor, para contarme que ella no podía ver televisión, porque le había pasado algo a su antena.

Entonces allá fui yo a arreglar esa antena, porque sé perfectamente que ella preferiría no pasar un solo minuto sin la televisión.

Y yo le dije que me daba mucho gusto cruzarme la ciudad y dejar todo para solucionar ese pequeño problemita que tuvo con su televisor, y se lo dije perfectamente en serio, pues en tren de preferir, prefiero que me llame por pequeñeces y no por cosas graves.

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A raíz de unos pensamientos bastante extraños que expondré enseguida, agradecí, en medio de las convulsiones sociales focales que muestra la tele y de las que no te muestra, que todavía haya la paz genérica necesaria para caminar por la calle, con la suficiente tranquilidad como para seguir pensando en pequeñeces.

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No puedo explicarme cómo se me ocurrió pensar en eso, pero lo cierto es que iba entrando en el subterráneo y considerando que quienes no tenemos como oficio o como historia el asesinar gente o verlo hacer, lo que tenemos en realidad son las imágenes de actores haciendo eso. Y las noticias de la tele, pero ésa es otra historia.
Y después pensé que aquéllos que les ha tocado dedicarse a tomar la vida del prójimo quizás también puedan haberlo tomado de los actores vistos en la infancia, cuando no hayan tenido ejemplos reales de eso a la vista.
Y después pensé en todas las otras profesiones y oficios, cuando no han sido tomados de modelos reales, y consideré que era igual, e imaginé a los actores como el origen de todas las vocaciones existentes sobre esta tierra.
Y me perdía en el exacto punto en que pensaba cómo nacían las vocaciones de los actores. Pero seguramente pensé todo eso porque estaba haciendo mucho calor.

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Una persona que venía de España hacia la Argentina dijo que venía a conocer "el mundo de acá abajo", y suena horrible, pero no por eso deja de una buena forma de decirlo, y no deja de ser cierto.

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Ayer me contaron una historia con verdadero final feliz, que a decir verdad no me gustó nada, y eso que soy un entusiasta de las historias con finales felices, porque imagino que compensan un poco de la gravedad que tiene la vida.

Alguien hizo una serie de inocentes maniobras en la relación con su pareja, durante dos meses enteros. Nada del otro mundo, cosas más bien inocentes, como digo, pequeñas mentiras, sutiles omisiones, todo ese tipo de cosas, que terminaron regalándole a la pareja un viaje sorpresa de vacaciones.

Y yo no quise, pero no pude evitar pensar lo peligroso que te ponía la vida hacer o sufrir que te hagan una cosa así. Porque un día es por una buena causa todo eso, y otro día quizás no.

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Creer en el otro es lo más difícil.
Hay que tener infinito cuidado y evitar lastimar la muy delicada capacidad de creer de alguien. Y podemos lastimar esa delicada capacidad de creer, sin quererlo, por esas cosas que tiene la vida, fatalidades. Pero no deberíamos hacerlo a propósito, porque quizás no haya ninguna buena causa que justifique la posibilidad de afectar esa confianza, que si se llega a dañar, podría ser que se dañase para siempre.