viernes 19 de abril de 2002
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Cuando nos toca cuidar un niño a veces le decimos: ¡te vas a caer, te vas a lastimar!
En vez de decirle que se puede caer, o que se puede lastimar, de advertirlo sobre el riesgo, pareciera que sin quererlo le estuviéramos profetizando que ocurrirá un accidente.
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Relexionando sobre la práctica de cualquier maestría, se identifica al principio la sorpresa y la curiosidad, la admiración por los más avanzados.
El propósito de llegar a saber algo, a ser, en lo posible, como algunos de ellos.
Luego, alcanzar la noción de tener una cierta experiencia y el sentido de la potencia del cuerpo y del espíritu, la sensación de saber cada día más, creer en el camino inagotable de saber cada vez más, quién sabe hasta dónde.
Y en cierto momento, apareció de repente, y ya no se irá nunca más, la sensación de saber cada vez menos, donde cada respuesta que se encuentra abre dos interrogantes.
Pero por sobre todas las cosas, el colmo de la paradoja:
y es que cuando uno en cierto modo está desanimado, en la misma proporción, está más tranquilo.
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Si uno está más tranquilo, está poniendo menos en el momento futuro que quizás nunca llegue.
Así se tiene más atención y más energía para este momento de ahora, donde están sucediendo todas las cosas.
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Si uno está más tranquilo, no cae en la tentación de hacerse responsable de lo que ocurre más allá de sus propósitos, de sus posibilidades, de sus capacidades, de su comprensión.
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Tampoco cae en la tentación de desesperar o rendirse.