sábado 27 de abril de 2002

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En Villazón, Bolivia, hubo una peluquería, de esas que afuera tienen un cilindro con rayas oblicuas de color sobre fondo blanco.

Esta peluquería se diferenciaba porque afuera tenía una enorme bolsa abierta llena de lo que parecían hojas de coca.

Y además en el vidrio de la puerta tenía un cartel que decía:

se venden licencias de nacimiento, matrimonio y defunción.

Muchos años después advertí que el orden del cartel seguía el orden de las cosas.

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Entonces yo no supe si esto lo había contado con anterioridad y dudé acerca de si tenía que revisar las ediciones anteriores para comprobarlo.

Decidí no hacerlo, pensando en que si yo no me podía acordar, posiblemente nadie lo haría.

Y además pensé que si alguien notara una eventual repetición, podría hacer como hago yo cuando sorprendo a mi madre contando algo que ya me contó antes: atribuirlo a las implacables consecuencias de la edad, y soportarlo amablemente.

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A ese hombre le había pasado eso en distintos momentos de la vida.

Al casarse por primera vez, el que iba a ser su suegro le sugirió que el casamiento lo hicieran en el Uruguay, ya que por entonces en la Argentina no se permitía el divorcio.

Cuando se casó por segunda vez, la que iba a ser su suegra la tranquilizó a su hija diciéndole: no te preocupes, que un papel anula a otro papel.

Entonces este hombre, que había visto en su momento el fin de ambos matrimonios, no sabía si pensar en esos consejos de los mayores como la voz de la experiencia, premoniciones, sentido común, o sutil mandato.

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Cuando algún amigo pretendía hacerse el gracioso diciéndole que había tropezado dos veces con la misma piedra, él contestaba tranquilamente que habían sido piedras distintas.