jueves 24 de enero de 2002

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Muchos años atrás miraba un colgante que estaba en la vidriera de un comercio.
Era uno de esos casi infinitos círculos concéntricos de cuentas de cerámica o vidrio, muy diminutas, ensartadas por cientos (¿o miles?), muy laboriosamente, y sus colores formaban ciertos dibujos o figuras. Y un cartel decía que era una pieza de una cierta tradición filosófica. Nunca olvidé lo que decía allí.
En esa tradición los artesanos cometían un error a propósito en la primera vuelta, para no tener la tentación de hacer una obra perfecta.

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Se comparte la vida con gente que uno cree conocer y que en realidad vive y vivirá en otro mundo. Al morir esa persona, por más que se la conozca, concurrirá a despedirla una multitud de desconocidos para uno, desconocidos que formaban parte de su vida, pero no de la nuestra.

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No deberíamos hacer tanto hincapié en las fronteras entre lo real y los sueños.
Que son fronteras como las otras, las que muchas veces duelen y separan, pero que si existen, es gracias a las mentes de las personas, las nuestras.
Esas fronteras ya desde los aviones generalmente no se ven, y se verán y pesarán cada vez menos cuanto desde más alto y desde más lejos las veamos.