lunes 2 de septiembre de 2002

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Era un sistema mixto. La señora escribía cartas a sus dos hijos que estaban en distintas ciudades de distintos continentes, y lo hacía con su letra temblorosa y con todos los errores de sus ochenta y tres años.

Y alguien se las pasaba por el scanner esas cartas, y las mandaba a cada uno por el correo electrónico.

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Estuvo un mes sin escribir en su sitio en Internet, y cuando reapareció, le preguntaron si había estado preso, o pupilo, y él contestó que no, que estuvo desorganizado, nomás.

Y entonces hubo alivio del otro lado de la línea, alegría por saber que el amigo se encontraba desorganizado nomás, pero en libertad, con el solcito que hay, tan lindo, y faltando tan poco para la primavera por aquí.

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Hacía sus segundas armas como abogado, depués de una crisis que pareció llevársele la vida, pero que no se la llevó.

Le tocaba reiniciar su actividad en otra parte, muchísimo menos brillante que la anterior, horrible, para ser exactos.

La cosa es que atendía una oficina legal en un barrio absolutamente marginal mientras que el abogado responsable de ese estudio estaba en los tribunales.

Ocurrió que un día estando solo en esa oficina del primer piso subió por la escalera un señor con un metro de madera en la mano, como los que usan los carpinteros, diciendo que era el plomero (fontanero), y le pidió ver el baño, porque estaba haciendo un arreglo en el baño del local de abajo. Bajó el agua del W.C. (acá le decimos inodoro), y dijo: el problema está acá, tengo que cambiar el repuesto.

El hombre tenía un solo billete, no se sabía por cuánto tiempo. Se lo dió al plomero sin que éste se lo pidiera, rogándole que trajera el vuelto y el comprobante porque pensaba recuperar el dinero del responsable de la oficina. El plomero nunca más apareció.

Fue una historia común que a nadie le llamaría la atención, pero la gracia amarga que tiene es que como su víctima fue un abogado, que se supone que estaría más allá de ardides tan burdos, ese abogado tuvo muchísima vergüenza de contarle jamás a nadie lo ocurrido, y por supuesto que lloró más que amargamente en silencio la pérdida de su único billete.

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Era un profesor de artes marciales, y tuvo una época que por suerte no le duró mucho, en la que terminada la práctica, y antes de dar formalmente por finalizada la clase, sentado al modo japonés ante la fila entera de sus alumnos que estaban frente a él en silencio, leía por unos minutos que parecían interminables, partes de los Evangelios.

Sus alumnos no podían hacer menos que escuchar respetuosamente, incluyendo a ese que era, y todos lo sabían, monje budista.

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Lo conté al revés a propósito. Lo que leía este profesor eran cuentos budistas zen, y entre su público cautivo había un cura católico, que concurría a sus clases para comprender el arte marcial, y no para que lo convirtiesen en ninguna otra cosa diferente de lo que él era.

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A veces podríamos sentir la tentación de poner énfasis en alguna de nuestras transitorias y muy cambiantes opiniones.

Claro que también podríamos advertir mientras estemos a tiempo para hacerlo, todo lo que quizás estemos compartiendo con todo el resto en su diversidad sabiéndolo o no.

Eso que mirado por debajo de la cáscara, no tenemos de originales.