domingo 8 de septiembre de 2002

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Ese día había un encuentro de gente que practicaba artes marciales y uno de ellos era ciego.

Estaba cambiándose, conversaba conmigo y me contaba algunas cosas.

Lo recordaba principiante, único ciego entre todos los demás, y lo veía ahora, después de unos años, muy próximo a graduarse de cinturón negro, en una escuela donde las graduaciones no se regalan a nadie.

Este hombre me comentaba que de no haberse vuelto ciego, jamás hubiera practicado artes marciales.

Y lo decía con una expresión que dejaba sentir que lo comunicaba como una gracia y no como una desgracia.

También me dijo que además de practicar ese día, (me sonó increíble pero así me lo dijo textualmente), se iba a quedar después de la clase para ver los exámenes que tendrían lugar allí, y yo pensé que hablaba en sentido figurado.

Para mi sorpresa, después de la clase se cambió, y a la hora prevista lo acompañaron y se sentó en un banco destinado al público, y se quedó viendo los exámenes, como me dijo que haría.

Me quedé pensando que este hombre, que cuando veía era un hombre común, ahora es una persona extraordinaria.

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Es imposible no siendo ciego pretender acercarse al sentimiento de serlo.

Tendemos a desconfiar de que los precios que haya que pagar para tornarse extraordinario sean aceptables para nosotros, y más aún si el precio que hay que pagar es una grave limitación.

Pues bien, lo que tiene este hombre de verdaderamente extraordinario no es lo que hace, sino su relación agradecida con su grave limitación.